Agencia La Oreja Que Piensa. Por Hugo Fierro Molares. (*)
Volví a mirar esa foto por enésima vez. No sabía porqué pero había algo en ese hombre que no había visto en fotos de otros ejecutados. Si he visto, gestos póstumos de coraje en muchas imágenes, últimos destellos de dignidad, entereza ante la inminencia de la muerte e incluso gestos desafiantes ante el pelotón inexorable.
Hace años qué no se con que motivación, es decir tal vez sí lo sé. Tengo presente cada palabra del abuelo relatando su paso por la guerra civil española.
Recuerdo con emoción cada gesto, cada imprecación cada vez que memoraba España, su indignación ante cualquier cosa que se pareciera a fascismo, de su tiempo o del actual.
Me emocionaba ver como el abuelo todavía era capaz de llorar al amigo asesinado después de tantos años e indignarse y apretar los puños rumiando rebeldía.
Ineludiblemente para acompañar sus relatos acudía a una vieja valijita de cartón, donde guardaba sus fotografías y recortes de diarios de la época. Entonces me hacía señas con sus huesudas manos para que me sentara a su lado y prolijamente me volvía a contar por enésima vez las historias que recreaba con esas fotos amarillentas de la guerra civil.
De vez en cuando prendía un cigarro que él mismo armaba, con un viejo yesquero que aún conservaba de la guerra, construido con un vaina calibre 20 mm BPD que aseguraba habérselo quitado a un italiano.
Tal vez por esa razón me hice fotógrafo. Yo amaba al abuelo y empecé a coleccionar fotos de personas en momentos críticos de sus vidas, alguien pensará que es morboso sin embargo más me ha guiado un interés que se podría calificar de científico que un sentimiento real.
Esto me ha llevado a coleccionar fotos, originales y copias de eventos desde el origen mismo de la fotografía, pero eso si siempre ligadas a acontecimientos épicos y en lo posible heroicos.
Me fascina el ser humano que en el momento de enfrentar a la muerte lo hace con dignidad, tal vez siempre pensé que el abuelo quería esa muerte para él y no la que tuvo en el hospital enchufado a cables y mangueras, y como tal vez en su corazón presentía que el destino le había reservado una muerte triste y miserable intentaba desesperadamente exorcizarla recordando la guerra.
Así desde hace años, casi desde mi niñez vengo juntando fotos de guerra, o mejor dicho de personas atrapadas en las guerras que se han sucedido sin pausas en el mundo. También de manifestaciones y puebladas que han sufrido represión policial, terrorismo indiscriminado, invasiones norteamericanas a los más diversos países y las resistencias de esos pueblos y puedo decir con orgullo que creo poseer una de las colecciones más completas sino la única de este tipo de fotografías sobre héroes anónimos eternizados en el momento crucial de enfrentar la muerte.
Casi todos los días por la tarde me encierro en mi oficina y voy pasando y repasando las fotos que tengo ordenadas por archivos: hombres por un lado, mujeres por otro, luego niños y por ultimo ancianos, estos van últimos porque como están más cerca de cumplir su ciclo biológico su decisión es mas voluble, y los hace enfrentar la muerte con un poco mas de resignación o filosofía.
Luego los clasifico por años correlativos remarcando los eventos más destacados: Primera Guerra mundial, revolución rusa, entreguerras, Segunda Guerra mundial, invasiones europeas y norteamericanas a África, Asia y América Latina, destacando siempre a los anónimos, aquellos que no tienen mármol ni fuego eterno, aquellos que se cagaron en la gloria y el pedestal pero a los qué, un fotógrafo tal vez tan anónimo como ellos se encargó de rescatar.
Para ello revolví y consulté archivos por todo el mundo aun a costa de inmensos sacrificios.
Sé que es difícil de creer, por eso no lo cuento, pero uno si pone toda su concentración en esas fotos, con el tiempo, hasta puede escuchar los gritos y las detonaciones, y no solo eso hasta puede sentir el olor de la pólvora y el sudor humano mezclado con olor a mierda y sangre, y llegar a conocer a esas personas por sus miradas y sus gestos póstumos e imaginar sus historias de vida.
En el fondo creo que se muere como se ha vivido y en ese momento no hay lugar para la simulación. Se pueden interpretar sus sentimientos ampliando con la lupa o la computadora y ver sus labios y como apretaban los dientes en un gesto de grandeza y dignidad.
Se puede llegar a diferenciar las lágrimas de rabia e impotencia de las de dolor o pesar al ver sus manos en un último, desesperado intento aferrarse al fusil como a una cruz.
Pero bueno, reconozco que eso solo puede ser una manía mía y que tal vez me deje llevar por la imaginación.
Sin embargo en esta vieja fotografía no puedo desentrañar la mirada de ese hombre flaco, macilento, al pie de una fosa común y con un soldado raso por detrás de él apuntándole a la cabeza.
Un soldado joven, tal vez no más de veinte años, pelo corto, de anteojos y que mientras apuntaba miraba sin expresión al que seguramente segundos después de tomada esta foto ejecutó sin mayor emoción.
El ejecutor podría haber sido en tiempos de paz, un oficinista, un médico, un dentista, quien sabe. Detrás de él una veintena de soldados mira la ejecución de un hombre al pie de una fosa que contiene una pila de cuerpos retorcidos.
Aumento la foto hasta el límite que los pixeles me lo permiten para mirar la cara de los soldados que están en segundo plano, no hay rostros que reflejen ira ni furia, ni espanto ni dolor.
Solo caras frías, acostumbradas a la muerte, para quienes seguramente –como para el fotógrafo- el asesinato de este hombre solo significa un evento más.
El fotógrafo, evidentemente un profesional, se sitúo de frente y en forma longitudinal a la fosa perfectamente rectangular y seguramente con la profundidad calculada para albergar los cuerpos destinados a la ejecución.
Casi todos están en foco así que indudablemente se aseguró de combinar la apertura y la velocidad para conseguir la profundidad de campo apropiada., tal vez un 60 f 5.6 le fue suficiente utilizando una Leica.
Y el condenado no se fija en él, tal vez no lo ve. Tiene una mirada dura que se rebela en una cara huesuda con huellas claras de la hambruna impuesta, pero mira al costado, casi con fiereza ignorando a su ejecutor.
Esta en cuclillas al borde del foso. Es un civil, tal vez un abogado, contador, médico u oficinista. Conserva todavía la corbata y un sucio traje y en las rodillas retiene un sobretodo que ya no le servirá nunca más, ¿Porque lo tiene, que lo hace aferrarse a ese gesto mínimo?
Y a quien mira con esa altivez póstuma, al oficial que da la orden, a los que le siguen en turno para morir ¿Que mira?
Tiene el pelo largo, oscuro y revuelto ¿Quién habrá sido ese hombre?, se que es imposible determinar su identidad, podría ser un armenio, un gitano, un griego, tal vez un judío… imposible asignarle temporalidad ni identidad.
De pronto, tal vez creo entender la imagen, lo que la hace diferente. Es un tiempo detenido en que el fotógrafo logra plasmar un instante, una pausa en que la vida se prepara a partir y la muerte se anuncia inexorable.
Habrá tenido conciencia el fotógrafo de lo que estaba haciendo o era solo un burócrata más… como quisiera saberlo. Uno hasta puede sentir el estremecimiento del disparo a quemarropa en esa cabeza y ver el cuerpo cayendo desencajado sobre los otros cuerpos inermes.
Solo tengo una fotografía frente a una fosa en un tiempo en el cual ya nadie se hace cargo del rol que cumple en ese momento, ni los asesinos, ni el fotógrafo, ni siquiera la víctima. Y tal vez ni yo mismo en el tiempo en que me toca vivir.
(*) Del libro titulado “Muñeca Inflable para perro domestico” 2015, cuyo autor es Néstor Hugo “Fierro” Molares, nacido en San Isidro. Pcia de Buenos Aires en marzo de 1955. Es abogado, fue profesor adjunto en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Patagonia.
Actualmente vive en Trevelín, Pcia de Chutut.