Agencia La Oreja Que Piensa. Junio 2014. Por Ariel Scher (*)
(Ayer te conté sobre la Bobe Victoria y los mundiales, hijo. Ahora va esta historia de otro abuelo, que no es el mío pero vale como si lo fuera. La conté hace unos años porque la Bobe Victoria decía que no hay que olvidarse de los espantos del pasado para poder evitar los espantos del futuro.
Hoy es 10 de junio y hace justo ochenta años Italia fue campeón del Mundial de 1934, con Mussolini y el fascismo en el poder. Mirá lo que le pasaba a este abuelo del que te hablo).
El Alto siempre decía que durante la primera mitad de su infancia creyó que sólo era posible el atardecer si alguien estaba jugando al fútbol.
En el Bar de los Sábados, donde el Alto acumulaba asistencia perfecta, todos sabían su historia sencilla: había crecido en un barrio de muchas casas, doce aromas y un parque, y no recordaba ni una ida del sol en la que en ese mismo parque faltara un partido.
Muchos años después, el Alto conservaba otra certeza de aquel tiempo: en cada uno de esos partidos de atardecer, estaba como público, inclusive como público único, el viejo Nicola. Inolvidable Nicola: era un italiano generoso que tenía una colección de caramelos dulces y una erudición enciclopédica del fútbol.
Podía describir cómo se llevaban el viento y un tiro libre de verano o detallar cuántos goles habían hecho con pelotas desinfladas todos los marcadores de punta del universo.
Apenas una frustración, una gigante, atragantaba su vínculo con el fútbol: dos veces, en 1934 y en 1938, había seguido cómo su Italia se consagraba campeón del mundo; las dos veces las sufrió.
"No me podía sentir alegre con las cosas que alegraban a Mussolini" era la oración con la que, algunas décadas más tarde, ante un puñado de jóvenes y al costado del parque de los partidos, Nicola reivindicaba aquel sentimiento en el que su antifascismo profundo derrotaba a su encanto por el fútbol y por Italia.
Aun ahora, lejos en el calendario pero con el recuerdo firme de haber sido uno de los jóvenes que escuchaba a Nicola, el Alto dominaba sin olvidos lo que aprendió en esas charlas sobre esos mundiales.
El de 1934, armado en Italia en plena afirmación de Mussolini y su régimen, con una final triunfante para los italianos ante Checoslovaquia por 2 a 1 tras la mítica amenaza que un gobernante acostumbrado a mucho más que amenazar le dirigió al entrenador Vittorio Pozzo: "Muchachos ganen, si no, crash".
Crash no era una expresión de interpretaciones múltiples: significaba que les cortaban la cabeza. Y el de 1938, que se hizo en Francia.
El fascismo no pudo montar allí toda su escenografía porque no era local, pero sí se apropió de la victoria que volvió bicampeón a Italia luego de gritarle un 4-2 a Hungría en el último partido.
Mussolini, fiel a su estilo, había mandado un telegrama: "Vencer o morir", avisaba.
Y morir, en esa edad de exterminios, no era una metáfora. El Alto todavía se acordaba de otro lamento de Nicola: "Giuseppe Meazza, el mejor de todos, era un gran jugador, pero yo veía sonreír a Mussolini como si él fuera la estrella y todo, hasta el fútbol, me daba asco".
En el Bar de los Sábados, el corazón lastimado de ese hombre dio para el debate.
El Gordo reconoció que lo entendía, pero que, a la vez, pensaba que había oportunidades en las que convenía separar las felicidades que entrega el fútbol de las oscuridades que provocan los poderosos que expropian esa felicidad.
El Roto aportó que conocía a otro antiguo futbolero que despreciaba al fascismo con la conciencia y con las venas y que, sin embargo, había vivido aquellos mundiales como dos desahogos en medio de las sombras.
El Pibe, en cambio, se alineó con la posición de Nicola, aseguró que la bronca frente a los dos títulos era la única reacción posible y lamentó el sufrimiento político y deportivo de ese señor de entrañables dignidades.
Ahí volvió a intervenir el Alto:
—Con toda mi fuerza, yo hubiera querido que Nicola pudiera aplaudir el tercer título mundial de Italia, en 1982.
Pero se murió unas temporadas antes. En las últimas épocas, enfermo y todo, siguió yendo a ver partidos al parque y nunca abandonó sus relatos sobre 1934 y 1938.
Decía que era un compromiso con la memoria. Tuvo recompensa. Una tarde, unos pibes que jugaban en el parque ganaron una final, con Nicola en un costado como el mejor de los hinchas.
Cuando terminó el partido, lo fueron a buscar y lo llevaron en andas durante toda la vuelta olímpica.
Los pocos que estábamos mirando aplaudíamos hasta con las vísceras. Nicola no se lo contó a nadie, pero estoy seguro de que ese día sintió que por fin había saldado una cuenta grande con la historia.
El Gordo, el Roto y el Pibe debatieron el tema hasta que las ventanas del Bar de los Sábados se encontraron con la noche. El Alto casi no los escuchó.
Sació su sed de café, evocó otra vez a Nicola y, con la lengua navegándole en el último sorbo, pensó que, aunque no gane Mundiales, un hombre tiene otros modos de ser un verdadero campeón.
(publicado en Fútbol en el Bar de los Sábados, Ediciones Al Arco, Buenos Aires, 2008)
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(*) Periodista desde 1982 en El Handball, La Razón, Sur, Interdiarios, Noticias y Clarín (PK). Es docente en la escuela DeporTEA y participa regularmente en debates sobre los lazos entre el deporte y la política, la sociedad, la violencia y la literatura. Publicó los libros Fútbol, pasión de multitudes y de elites (junto con Héctor Palomino); La Patria deportista; Wing izquierdo, el enamorado (y otros relatos); La pasión según Valdano y Fútbol en el bar de los sábados, además de intervenir en diversos volúmenes colectivos de cuentos y ensayos sobre deporte.