Agencia La Oreja Que Piensa. Agosto 2013. Por Adrián Bernasconi
Hoy se cumplen 10 años de la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final por parte del Congreso de la Nación. El 21 de agosto de 2003 fue sancionada la ley 25.779 que declara nulas las leyes que garantizaban la impunidad a cientos de represores que cometieron delitos de lesa humanidad durante la última dictadura cívico-militar.
La anulación de estas leyes constituye un hito en el largo y sinuoso camino hacia la consolidación de la democracia en Argentina. Si bien cuando retornó la democracia el gobierno de Raúl Alfonsín impulsó el juicio a las juntas militares que encabezaron el genocidio, esa misma gestión sancionó la ley 23.492 de Punto Final y la ley 23.521 de Obediencia Debida que impidieron el avance sobre el resto de los responsables. Luego, el presidente Carlos Menem terminaría de consagrar la impunidad de los genocidas con los indultos decretados en 1989 y 1990.
De esta forma, a comienzos de la década del ’90 ya se encontraban en libertad todos los responsables del terrorismo de Estado.
Gracias a la lucha infatigable de las organizaciones de derechos humanos, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, el CELS, el SERPAJ, la APDH, HIJOS, entre muchos otros, los crímenes cometidos por la dictadura no cayeron en el olvido y los esfuerzos por revertir el estado de impunidad continuaron pese a los obstáculos existentes.
Aunque no se pudiera juzgar los secuestros, la desaparición forzada de personas, la tortura, los asesinatos; sí, en cambio, pudo esgrimirse el derecho a la verdad para investigar qué pasó con los desaparecidos y pudieron promoverse las investigaciones acerca de la apropiación de menores.
Esas son las causas que con el apoyo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la movilización popular consiguieron que la demanda de justicia siguiera viva.
La justicia se topaba con la imposibilidad de separar los delitos de apropiación de menores (que no estaban contemplados por las leyes de impunidad) de los secuestros y asesinatos cometidos por los mismos autores en el desarrollo del mismo plan de acción.
Del igual modo, dilucidar los mecanismos aplicados para la desaparición de personas sin poder avanzar en el juzgamiento de los responsables constituía una aberración jurídica injustificable. Al mismo tiempo, en el exterior prosperaban varias causas por los delitos de lesa humanidad ocurridos en nuestro país.
En 1998, Abuelas de Plaza de Mayo inició un proceso judicial por la apropiación y sustitución de identidad de la menor Claudia Victoria Poblete. Dos años después, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) presentó una querella criminal contra los responsables de la desaparición forzada de los padres de Claudia.
A raíz de esta presentación el juez federal Gabriel Cavallo dictó el 6 de marzo de 2001 un fallo en el que declaraba la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
Ese fallo fue luego ratificado por unanimidad por la Sala II de la Cámara Federal y fue apelado ante la Corte Suprema de Justicia.
El 29 de agosto de 2002, en cumplimiento del pasó previo al tratamiento por parte de la Corte, el Procurador General de la Nación, Nicolás Becerra, emitió su dictamen en línea con las instancias anteriores y manifestó: “la reconstrucción del Estado Nacional, que hoy se reclama, debe partir necesariamente de la búsqueda de la verdad, de la persecución del valor justicia y de brindar una respuesta institucional seria a aquellos que han sufrido el avasallamiento de sus derechos a través de una práctica estatal perversa y reclaman una decisión imparcial que reconozca que su dignidad ha sido violada".
De esta manera se llega al 2003 y el entonces presidente Néstor Kirchner, desde el mismo momento que asume la presidencia, demuestra su interés por dar respuesta a las demandas de las organizaciones de derechos humanos.
El proyecto de anulación de las leyes de impunidad había sido introducido por la diputada de izquierda Patricia Walsh, hija del periodista y militante desaparecido Rodolfo Walsh. Sin embargo, nunca tuvo el quórum para tratarlo hasta que Kirchner asumió la presidencia y encolumnó a sus legisladores a favor del proyecto.
Por su parte, la Corte Suprema de Justicia ratificó la inconstitucionalidad de las leyes el 14 de junio de 2005 y confirmó la inconstitucionalidad de los indultos el 31 de agosto de 2010.
Gracias a las resoluciones judiciales y a la voluntad política para terminar con la impunidad, desde el año 2003 se dictaron 103 sentencias y se condenó a 415 responsables por delitos de lesa humanidad. Hoy día hay 400 causas en marcha.
Pese a que no estaban protegidos por las leyes de impunidad, recién en los últimos años comenzaron a juzgarse los delitos sexuales cometidos sistemáticamente en los centros clandestinos de detención. Todos estos procesos pusieron a la justicia argentina a la vanguardia mundial en materia de juzgamiento de delitos de lesa humanidad.
Pese a los enormes avances alcanzados, debe reforzarse día a día la convicción irrenunciable de que la democracia sólo puede consolidarse sobre la base de la memoria, la verdad y la justicia. Aún queda mucho camino por delante para poder dar por cerrado el capítulo más oscuro de nuestra historia. Se restituyó la identidad de 109 personas que habían sido apropiadas cuando mataron a sus padres, pero aún faltan alrededor de 400 más.
Junto a los militares ya se están juzgando a algunos civiles que también tuvieron una participación central en el proyecto instalado por la dictadura. Carlos Blaquier, de Ingenio Ledesma; Vicente Massot, del diario Nueva Provincia, y los dirigentes de la Ford cuentan entre los más destacables.
Sin embargo, todavía hay numerosos personajes y muchas empresas que ocupan posiciones de poder real muy importantes y aún no han dado explicaciones por su estrecha relación con el genocidio.
Estos últimos, tanto como los nietos que falta encontrar, como los desaparecidos cuyo paraderos jamás se conoció, como el legado social y económico que aún arrastramos, muestran a la lucha por la memoria, la verdad y la justicia no como una mirada hacia el pasado, sino, por el contrario, como un rumbo para la construcción del presente y del futuro.