Agencia La Oreja Que Piensa. Por Pierre Assouline. París. Francia. 1998.
Esta entrevista al fotógrafo francés más reconocido del mundo por la idea de atrapar “el momento justo”, nos deja el enamoramiento a una de las profesiones más apasionantes y admiradas.
Aquí La Oreja Que Piensa reproduce esta charla realizada en 1998.
¿Sigue siendo un anarquista?
Sí, desde siempre. Desde el primer momento, siendo muy joven, de hecho, cuando descubrí la existencia de otros mundos aparte de las civilizaciones judeocristiana y musulmana. El anarquismo es, ante todo, una ética y, como tal, se ha mantenido intacto. El mundo ha cambiado, pero no el concepto de anarquía, el desafío frente a todos los poderes. Gracias a eso, he logrado zafarme del falso problema de la celebridad. Ser un fotógrafo conocido es una forma de poder y yo no la deseo.
Su negativa a dejarse fotografiar, ¿debe entenderse en este sentido?
Sin duda. Hay que pasar inadvertido y protegerse a toda costa. El hecho de ser observado modifica el modo de mirar a los otros.
Por cierto que jamás se lo ve por televisión.
¿A mí? ¿Y para qué? No soy actor.
¿Le interesa lo que se televisa?
¿Ese tropel ininterrumpido de imágenes? Ni siquiera son imágenes porque eso no es visual. No es nada. Hombres como Julien Gracq, Samuel Beckett o Louis René des Forets no van a la televisión. Son mis escritores preferidos, entre los contemporáneos.
Usted ha fotografiado a Julien Gracq.
La primera vez que fui a su casa, charlamos sin llegar a nada. Le dije: “Perdón, adiós” Más tarde, volví a llamarlo y le pregunté: “¿Podemos intentarlo de nuevo?” Y entonces hice un truco con su mirada penetrante. Eso es peligroso porque siempre hay que hablar mientras se fotografía a alguien. Si no, la gente no comprende. En cambio, para dibujar el retrato de alguien se necesita silencio. Pero dejemos la fotografía y hablemos de otra cosa.
¿De los escritores clásicos?
Siempre releo a los mismos. Saint Simon, que me apasiona, Nietzsche, Stendhal, Montaigne, Baudelaire, la novela inglesa y, por supuesto, Rimbaud. Sin olvidar el Aragon surrealista, el de Paysan de Paris (1926). Y Joyce, y Proust, del que no me canso. Al releer La prisionera, siento una emoción renovada. Cuando salgo de la literatura francesa, por lo general, es para leer algo sobre el budismo tibetano o el zen japonés, más accesible para los occidentales.
¿Es creyente?
Nunca lo fui. Mis padres eran católicos de izquierda pero, cuando yo era muy pequeño, las historias bíblicas me aterraban. Del cristianismo elijo el amor, por eso prefiero el Cantar de los Cantares al resto. Del budismo, elijo la compasión.
Pero, ¿qué le ha aportado el budismo?
Me ha permitido captar mejor la cuestión que me obsesiona, que no es el espacio sino el tiempo, la duración infinitesimal, la plenitud del instante. El tiempo es una convención. El budismo nos dice que no es lineal, que no avanza en una sola dirección. ¡En mi juventud detesté tanto el positivismo! Gracias al budismo, que me ha marcado mucho, he podido encarar mejor el problema del tiempo.
¿También en la fotografía?
En ese aspecto, la fotografía tiene cierto matiz fúnebre. “Listo, retírese. Que pase el siguiente“. En el budismo, lo que importa es el instante. Cézanne expresó en una carta: “Cuando pinto y me pongo a pensar, todo huye”. Los artistas de hoy miran menos y piensan demasiado. El resultado es un supuesto academicismo de vanguardia. Hay que vivir el instante en plenitud, sólo así uno puede estar en lo que hace.
¿Quiénes influyeron más en su manera de mirar el mundo?
Ante todo, mi tío que, en cierto modo, fue mi padre mítico ya que el mío, el verdadero, murió en la guerra, cuando yo era muy pequeño. Mi tío me llevaba a su taller. Después, el pintor André Lhote, con el que estudié en su Academia.
El me decía: “Pequeño surrealista, ¡qué hermosos colores!” De allí proviene mi gusto por la forma, la composición y la geometría en la fotografía. No sé contar, pero sé dónde cae la sección áurea.
Todo eso se hace sin premeditación, como algo integrado hasta devenir un reflejo. Encuentro mi placer en la contemplación. Otro hombre que influyó mucho sobre mí fue el crítico y editor de arte Tériade, mi amigo desde la década del 30.
Era mi gurú. Jamás me atreví a tutearlo, pese a que entre los dos no había una gran diferencia de edad. Fue por respeto. El me dijo, hace veinte años, “Has hecho cuanto podías hacer en fotografía; en ella, sólo podrás venir a menos. Deberías volver a la pintura y el dibujo”
Desde luego, tenía razón. Seguí su consejo inmediatamente.
¿No le quedaba nada por demostrar en ese campo?
La fotografía no demuestra absolutamente nada, ni es mi propósito demostrar algo. Mi amigo Sebastiao Salgado sacó fotografías extraordinarias que no fueron concebidas por el ojo de un pintor, sino por el de un sociólogo, un economista, un militante. Respeto muchísimo lo que él hace, pero en él hay una faceta mesiánica que yo no poseo. Es la diferencia que hay entre un novel y un difamador.
¿Cómo sitúa sus dos actividades principales ante el problema del tiempo?
La fotografía es la acción inmediata; el dibujo es la meditación. Aquella es el impulso espontáneo de una atención visual perpetua; capta el instante y su eternidad. En éste, el trazo elabora lo que nuestra conciencia pudo captar de ese instante. Al dibujar, disponemos de un tiempo; no así cuando fotografiamos.
La fotografía y el dibujo, ¿le proporcionan placeres distintos?
El placer es el mismo; concretar, luchar contra el tiempo. Pero tanto en la fotografía como en el dibujo o la pintura, una vez acabada la obra, quiero saber si tiene sentido o no. Esa es la verdadera crítica.
No me interesa saber si aquél a quien muestro lo que hago lo ama o no, si todos los gustos están contenidos en la naturaleza y otras tonterías. Criticar es meterse en la piel de otro e intentar comprender qué quiso hacer. Sólo me importa el porqué de las cosas.
¿Qué le ha gustado en la fotografía durante tantos años?
Apretar el disparador o, si lo prefiere, sacar la foto. Es mi pasión. Estuve tres años en la India, Birmania, China e Indonesia. En todo ese tiempo, digamos que sólo vi mis fotos por casualidad, en los diarios. Las sacaba y las enviaba a Magnum, sin interesarme por el resultado. Soy como ese cazador al que le apasiona derribar una pieza, pero no la comería. A mí me ocurre lo mismo; sólo me importa disparar. El problema es encontrar el momento oportuno, el instante…
¿El instante decisivo?
Nada tengo contra esa expresión, pero la llevo pegada a la piel como una etiqueta, desde que Verve publicó mi libro Images a la sauvette, con una ilustración en tapa de Matisse que era un homenaje a la fotografía en general. Yo lo había encabezado con una cita del cardenal de Retz: “Nada hay en el mundo que no tenga un momento decisivo”. Un editor neoyorquino que publicó mi libro, se inspiró en ella y lo tituló The Decisive Moment. Desde entonces, esa frase me persigue.
¿Cómo concilia los imperativos de ese instante decisivo con su gusto por la geometría?
La composición se basa en el azar. Jamás hago cálculos. Entreveo una estructura y espero que suceda algo. No hay reglas.
En última instancia, ¿trata su cámara como si fuera una libreta de bosquejos?
Absolutamente. En verdad, me meto en la imagen recortada en el visor. Esta actitud no sólo requiere sensibilidad y concentración; en mi caso, también pide espíritu geométrico.