Agencia La Oreja Que Piensa. Por Pablo Chiesa (*)
Referencias: “El discurso del método”, R. Descartes / M. Mc Luhan/O. Rincón/ “Black mirror”, Netflix.
Holanda, 1637. Algo está cambiando, para siempre.
Pero advertimos, esta no es una reflexión sobre el pasado. Todo lo contrario. Es un intento de entender cómo vivimos hoy.
La historia de la humanidad se compone, durante todo su recorrido hasta el presente, de un sin número de búsquedas por entender la misión del ser humano, su lugar en el mundo y sus múltiples identidades.
¿Quiénes somos? Es la gran pregunta que nos seguimos haciendo. Actualmente, hiperconectados con la tecnología (diría el maestro creador de la “aldea global”: tecnologías que son extensiones de nuestro cuerpo y mente), comprendidos en un mundo difuso entre lo real y virtual, aturdidos por la espectacularidad de la novedad permanente, seguimos buscándonos. Y que mejor para responder las inquietudes del presente que mirar las preguntas y respuestas del pasado.
1.
Hubo un tiempo (algunos siglos digamos), sucesos (el surgimiento y consolidación del capitalismo, por sobre todos ellos) y personajes (que ya nombraremos) que se concatenaron para dejar atrás el Medioevo y abrir el camino a un mundo distinto.
Nos detendremos solo en dos acontecimientos relacionados estrechamente entre sí; por un lado, un viaje con fines comerciales y, por otro, un aporte filosófico fundamentales: la conquista de América y el cogito cartesiano.
Del descubrimiento (para el mundo europeo) o conquista para quienes ocupaban mucho antes las tierras americanas, se sabe mucho más. Solo nos reduciremos a entender ese hecho como condición necesaria, aunque no única, ya que se requirió de otros cambios (también violentos) sucedidos en Europa, para establecer lo que Marx llamó la “acumulación originaria” del capital y por, lo tanto, la conformación del nuevo orden capitalista.
Ahí, los hechos. Ahora bien, el otro hito, asociado directamente a este proceso de fundación del capitalismo, fue obra de un filósofo, francés y matemático llamado René Descartes.
Volvamos a 1637. Radicado en Holanda como refugio de la Inquisición, Descartes plantea un método revolucionario: simplemente dudar. Y dudar de todo, incluso de Dios, con lo que eso significaba para la época.
Desde este punto de arranque, René D. demostró varias cosas. La primera, que la existencia del hombre y mujer estaba demostrado por la posibilidad de pensar, razonar, dudar. “Pienso, luego existo” es el célebre cogito cartesiano que quedó para siempre como su gran aporte.
Descartes coloca así al ser humano en el centro del escenario y desplaza la fuerza divina. El sujeto, que duda y razona, es el protagonista de la historia. Ya no estamos en un mundo concebido hasta aquí como un simple pasaje hacia la trascendencia del reino del Dios. Desde Descartes en adelante (sin olvidar a Kant, Spinoza y otros enormes aportes) se ponen las cosas en su lugar: es aquí y ahora.
Más polémico tal vez resulta la respuesta que encontró para fundamentar la existencia divina, al considerar que la idea de perfección, que todos conocemos pero ninguno puede alcanzar, solo pudo ser generada en nuestro intelecto por una fuerza superior, justamente perfecta, a la que llamamos Dios. Y por último, más complejo aún todavía, intentó dar respuesta a la existencia real de la res extensa, es decir, las cosas materiales. Pero eso amerita otra reflexión.
Volvamos al punto principal. El humanismo se coloca en primera plana. Y allí surge la conexión con el capitalismo y la tecnología que lo permite. Es el sujeto pensante, problematizando su alrededor, quien emprende por sus propios medios la vida en la tierra. Produce no solo para subsistir, si no para desarrollarse, crecer y acumular. Es el triunfo de la ciencia, el ingenio y el razonamiento al servicio de quienes pueden financiarlo. Claro, eso sí, sin que perdamos nunca de vista que todo sucede en base a un sistema injusto por naturaleza: donde pocos ganan y (para que esto suceda) muchos siguen sufriendo.
Pero el giro es inevitable. Es el mundo moderno, configurado, además de por los conquistadores europeos y el fenomenal aporte de Descartes, por muchos otros hechos y personas:
-la creación del Estado moderno como lo conocemos ahora, gracias al Maquiavelo de la Italia renacentista, la guerra civil inglesa y los aportes de Locke y Hobbes, la revolución de la burguesía francesa con Montesquieu y su división de los poderes y la independencia de los Estados Unidos con la incidencia de los federalistas.
-la economía de producción y consumo masivo. Las revoluciones industriales, Smith, Ricardo y demás pensadores anglosajones y claro, el enorme legado de Marx para comprender el surgimiento y afianzamiento del capitalismo como principal sistema económico en el mundo occidental.
Podríamos continuar con la filosofía, ciencia y tecnología, el psicoanálisis, la educación formal, la cultura. Pero todo, finalmente, culmina en el mismo lugar: la pregunta de Descartes y su respuesta. Somos sujetos pensantes, y por eso existimos.
2-
¿Qué nos pasa ahora? ¿Quiénes somos y, lo que resulta aún más complicado, como legitimamos ante los demás nuestra propia existencia?
Repasemos algo importante: la duda para Descartes era el método, no el fin en sí mismo. El filósofo dudó para encontrar certezas, no para seguir en la duda permanente.
En este siglo XXI nos desbordan las dudas. Se duda de las instituciones (el Estado en sus tres poderes, Iglesias, sindicatos, medios de comunicación), de prácticas sociales (la política, la educación, los vínculos familiares) y se duda, finalmente, de las personas, los otros. Pero es una duda profundamente escéptica, que da muy poco lugar a la reflexión y donde la búsqueda de respuestas termina atorada en la polémica y el relativismo permanente, al punto de no creer en (casi) nada.
El otro punto es que se agota el tiempo para pensar y pensarnos. Todo es inmediato, vertiginoso, efímero (leer a Omar Rincón en sus “narrativas mediáticas” para comprender mejor el fenómeno). Lo que nos mostró Descartes ya lo damos por hecho: somos sujetos pensantes, que pueden dudar, conectar sus pensamientos con las emociones, preguntarse cosas e intentar responderlas para el bien de uno o el bien común. Pero el problema es que pensar requiere tiempo (que parece no tenemos) y ya no tiene buena prensa. Es -excepto para ámbitos reducidos de la academia-, una práctica anacrónica.
Pero, como una ley natural, todo lo que deja de ser es reemplazado por otra cosa. Entonces un fenómeno del siglo XX hoy se hace muy presente en nuestro cotidiano, ocupando un espacio privilegiado: es el poder de la imagen.
El cógito cartesiano parece encontrar otros términos y sentidos: “soy visible, luego existo”.
Podemos asegurar que la selfie (autorretrato) y su uso posterior en redes sociales es la práctica más común y corriente de las personas a pie, los famosos, los políticos, en fin, excepto los dueños del poder (que nunca aparecen en ninguna foto), de todo el resto del mundo. Puede estar acompañado de un breve epígrafe en facebook, instagram o twitter, pero eso es el decorado.
¿Qué tiene de malo una foto con amigos, la pareja, compañeros de trabajo o la familia? Nada, claro. Pero esa imagen, que en otros momentos permitían atesorar el recuerdo de buenos momentos y se compartían incluso en cuadros o álbumes, hoy cumple otra función. La imagen es efímera, reemplazada por otra, y otra, y otra imagen, al punto de quedar inmediatamente en el olvido. La imagen, la selfie en particular, tiene otro objetivo: contarle al mundo (mi micro mundo, el de mis afectos, mis pares y jefes del trabajo, mi competencia, los más o menos contactos de mis redes sociales, etc) que yo existo.
El sujeto moderno tiene que demostrar su existencia para decirle a su ámbito laboral que está cumpliendo sus deberes; a la pareja, a fin de demostrarle cariño y fidelidad; a los amigos y la familia, para que tengan la certeza que son valiosos. En otras categorías, a los votantes para demostrar humanidad y cercanía, a los clientes, eficiencia y seriedad, a los fans, para que sepan que son lo más importante en su vida de deportistas o artistas. Todo esto se puede publicar con honestidad, puede ser solo para ser condescendientes o simplemente una puesta en escena carente de sinceridad. Pero eso no es lo esencial.
Lo que no merece discusión es la centralidad que tiene hoy la imagen y la relación directa y profunda con la legitimación de la existencia del sujeto de este siglo. Es una construcción artificial, por supuesto, no hay principio filosófico que lo sustente, como si lo hizo Descartes 400 años atrás. Pero es una convención social cada vez más extendida, poderosa y creíble, a la que cuesta desafiar, porque, simplemente, está legitimada por la costumbre y el sentido común.
¿Todo esto encierra algún peligro? Lo que primero surge como riesgoso es la banalidad de poner en el mismo lugar de importancia a la selfie con la rica merienda que estamos degustando, la incorporación de una nueva mascota adorable o el nacimiento de un hijo. Todo en la misma bolsa. Pero es aventurado sacar conclusiones éticas o morales aún sobre este fenómeno en ciernes. Alcanza con poner este tema en discusión, para cada uno de nosotros, y desnaturalizarlo. Eso sería ya, un gran logro.
La serie Black Mirror si se animó desde la ficción a hipotetizar un futuro más aterrador en el uso de las redes sociales (las reales y virtuales, vale aclarar). En el capítulo “Caída en picada” de la 3ra temporada, el uso de un sistema de puntuación, mediante una moderna red social virtual, permite a las personas alcanzar o reducir su status y, por consiguiente, acceder o no a beneficios vitales: comprar una casa, recibir atención médica de urgencia o tener un mejor empleo.
El teléfono celular es el instrumento permanente y desde allí surge la conexión con el mundo exterior. Lacie, la protagonista, hace todos los esfuerzos posibles, en su mayoría desde una puesta de escena permanente, para alcanzar buenas puntuaciones de vecinos, colegas o simples desconocidos, como un taxista o el empleado de la cafetería. Naomi, una amiga de la infancia, de alta puntuación y vida perfecta, aparece repentinamente en su vida a partir de la conexión virtual y vuelven a relacionarse por la simple motivación egoísta de ambas de recibir mejores puntuaciones.
El final del cuento, grotesco y graciosos a la vez, pone en evidencia lo frágil e ilusorio del sistema, donde las relaciones reales quedan relegadas a un segundo plano y alcanzar la felicidad es un camino meritocrático sostenido sobre la permanente imagen agradable que se ofrece a los demás.
El desafío es volver a pensar. Pensar y dudar, primero, si esa acumulación permanente de selfies en las redes, consciente o no de su uso para legitimarnos ante los demás, nos cuentan quienes somos realmente. Y más aún, ponernos a pensar si podemos utilizar otros caminos, por ejemplo la reflexión y el dialogo honesto, para conocernos y hacernos conocer en serio, con lo bueno, nuestras miserias y mochilas a cuesta y no solo con la agradable sonrisa con que miramos la pantalla del celular.
(*) Docente.