“Ya ves, viajero, está su puerta abierta,
todo el país es un inmensa casa.
No, no te equivocaste de aeropuerto:
entrá nomás, estás en Nicaragua”
De Noticias para viajeros, Julio Cortázar, febrero 1980
Agencia La Oreja Que Piensa. Desde Nicaragua. Por Sergio Ferrari (*)
Nuestra llegada a la capital de ese país sudamericano a inicios de 1981 fue por tierra. Con el “Ticabus” que, por entonces, en unas doce horas recorría los 420 kilómetros desde San José, Costa Rica. El punto de llegada: una improvisada estación de ómnibus en el “centro” histórico inexistente de Managua, desaparecido por el devastador terremoto de diciembre de 1972.
Managua, una de las pocas –tal vez la única- capital planetaria con escombros por puntos cardinales, rápidamente confrontaba al viajero con una realidad repleta de certitudes históricas. Había sido la corrupción generalizada con los fondos internacionales de reconstrucción post-terremoto lo que precipitó la derrota de Anastasio Somoza Debayle, último de una dinastía familiar que con fuego y sangre había gobernado el país desde hacía más de 40 años.
Una sociedad movilizada, un pueblo insurrecto y un grupo de jóvenes guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), arrastraron la caída del último de los Somoza el 19 de julio de 1979. A pesar de las cuatro décadas de dictadura feroz y de la categórica victoria insurreccional, la consigna de los vencedores fue el perdón como única condena a los vencidos. La guardia nacional somocista en desbandada, el dictador huido a la desesperada hacia Miami en el avión presidencial y la obligación para los jóvenes guerrilleros de construir un nuevo Estado de la nada. Nicaragua, desde los escombros del terremoto y de los restos de una dictadura sangrienta, aparecía como el más reciente escenario latinoamericano de la revolución posible y de la imaginación al poder.
Nuestra primera tarea como cooperantes internacionalistas en esa nueva nación centroamericana fue la de maestros populares en Ciudad Sandino, barrio obrero y popular a 13 kilómetros de los escombros que indicaban el antiguo centro solo identificado por la vieja catedral capitalina en ruinas.
La “educación de adultos” era uno de los programas esenciales de ese nuevo país en acelerada reconstrucción. Era la continuidad lógica de la Cruzada Nacional de Alfabetización que en apenas cinco meses, desde marzo a agosto de 1980, había permitido reducir el analfabetismo del 50 % al 13%, provocando la sorpresa de la comunidad internacional y el reconocimiento eufórico de la UNESCO.
Para logarlo, el nuevo Estado recurrió a cerrar temporalmente escuelas y universidades y a movilizar masivamente a miles de jóvenes estudiantes –algunos de ellos casi niños- , distribuidos hasta en el último de los rincones rurales del país. Esa escuela de vida, pura pedagogía participativa, se convirtió en el sello distintivo de la revolución popular sandinista, conmoviendo el alma de una sociedad civil planetarias que rindió pleitesía al nuevo Gobierno de Reconstrucción Nacional.
Si Nicaragua vibraba ante la fuerza del cambio juvenil, en América latina, Europa y Norteamérica, se sentían las ondas del nuevo terremoto –ahora político- y una cooperación internacional (o militancia internacionalista) hasta entonces inexistente empezaba a tomar forma y manifestarse activamente.
No fue por entonces difícil adherir a esta nueva esperanza nacida de una de las naciones más empobrecidas de Latinoamérica. “La solidaridad internacional es la ternura entre los pueblos”, enfatizaba por entonces uno de los dirigentes históricos del FSLN. No menos tierna, la simpatía activa hacia el modelo sandinista que se apoyaba, en cuatro pilares novedosos para una revolución armada: el pluralismo político; la economía mixta; el no-alineamiento internacional y la participación popular activa en cada tarea nacional de la nueva etapa.
Los cristianos progresistas ocuparon un lugar destacado del nuevo panorama social. La Teología de la Liberación vio materializar sus dogmas transformadores y “entre cristianismo y revolución no hay contradicción”, asomó como consigna refrescante en un continente donde las iglesias ostentan desde siempre cuotas importantes de poder, sea para conservar, sea para transformar.
Seguimos trabajando siempre más en tareas comunales. Incursionamos luego en el periodismo activo y en la salud pública. La euforia popular continuaba pero también aparecían las primeras señales de agresión desde el norte. A inicios de 1984 se registraron los primeros bloqueos a los puertos nicaragüense y las acciones armadas antisandinistas iniciales desde las fronteras vecinas, tanto al norte como al sur. La agresión masiva nubló el horizonte. Y en escasos 6 años, el esfuerzo por construir otro modelo de democracia participativa se diluía ante la guerra impuesta. Casi 40 mil víctimas (entre ellos decenas de internacionalistas) y no menos de 17 mil millones de dólares en pérdidas – el equivalente de casi 50 años de exportaciones a los valores de entonces- , según el Tribunal Internacional de La Haya, revolcaron por tierra el sueño sandinista del “amanecer que dejó de ser una tentación”.
Managua, la ciudad de las paradojas en ruinas. Nicaragua, el país de la imaginación al poder, amenazada. Imágenes que afloran como siluetas diluidas de la historia de hace apenas algunos años. Con el acento de ese país tan “violentamente dulce”, de puertas de par en par abiertas, al decir del escritor argentino Julio Cortázar, amigo carnal hasta su muerte de la nueva Nicaragua.
País de la innovación política; de la juventud convertida en dirigencia de la historia –la mayor parte de los líderes sandinistas tenían entre 25 y 30 años en 1979-; del “júbilo de la libertad en la creación, su fiesta continua”, según Cortázar. Estoy convencido, decía el escritor argentino, “es algo que siento cada vez con más fuerza en cada una de mis visitas a Nicaragua, que ésa será la cultura de su pueblo en el futuro, firme en lo que le es propio y abierta a la vez a todos los vientos de la creación y de la libertad del hombre planetario”.
Y hoy, la vuelta a Nicaragua. Para homenajear a los que no están pero siguen estando. A los que se fueron sin partir. Para volver a atravesar el portal de esa inmensa, infinita, casa abierta…
(*) Sergio Ferrari, colaboración de swissinfo.ch