La mujer de 20 años embarazada de 7 meses limpia vidrios en una esquina de San Miguel. Mira el semáforo, si está en rojo baja a la calle con balde y detergente. Pregunta y limpia o pregunta y le suben el vidrio. La mujer sube y baja a la calle. Lleva la panza cargando vida y lleva su cuerpo cargando pobrezas. Estira la mano y las monedas se juntan, por ahí algún billete, por ahí alguna cara de desprecio, por ahí el silencio bravo de la indiferencia.
Amucha las monedas en el hueco de su mano, las va contando y acto seguido tocará su panza, llena de vida, de otro latido, de otra respiración que respira por la de ella. La mujer tiene 20 años y 7 meses de embarazo. Podría estar de licencia por maternidad, si tuviese trabajo formal. Podría estar descansando sus pies y su espalda, si tuviese un trabajo formal. Pero no.
La mujer le cambia el agua al balde, deja que la mugre licuada baje por la cuneta y se pierda en alguna alcantarilla. Sube y baja de la vereda. Pregunta, limpia o pregunta y es rechazada. Mira el semáforo y baja. Cambia el semáforo y sube. Se toca la panza, escucha latidos que no son propios pero que laten porque ella también late. Se toca el vientre, acaricia lo que cobija mientras ella sigue destapada en el medio de una esquina, esquivando autos y presentes tan pero tan injustos.
Podría estar, la mujer, mirando vidrieras y eligiendo la ropa de su bebé. Podría estar en un pediatra escuchando a su médico, preparándose, descansando, pensando su derecho al embarazo respetado y al parto digno.
Pero cambia el semáforo y vuelve a bajar a la calle, limpia y seca casi mecánicamente cualquier parabrisas que se deje: auto, camioneta, camión. Estira la mano y las monedas caen y se le juntan en el hueco de la mano que, para esta hora, ya es negra, sucia, fuerte. La mujer carga el balde, el cepillo y la panza. La mujer carga todos los olvidos de todos los modelos de Estado que nunca la vieron, que la vieron y la escondieron, que la vieron y la naturalizaron.
Pero la mujer se muestra firme y pregunta si puede limpiar el vidrio. Es que tienen que comer. Ella, su panza, su otro latido y seguramente sus otros hijos e hijas. El tránsito es caótico, casi no hay reglas de tránsito. Ella se arriesga, se arriesga demasiado y entonces muere.
Muere porque un acoplado la embiste. Vuela el balde, el detergente. Muere. Pero alguien avisa, gime, llora desesperaciones. El latido de la panza cobra identidad propia, se independiza del cuerpo que lo contenía, se independiza del latido que lo sostenía.
La mamá limpiavidrios muere y su bebé de 7 meses nace. No hay romanticismo en esta imagen. No hay milagro ni lástima que valga. Hay destrato, profundo destrato estructural. Hablarán los medios del milagro de la vida, de la mano de Dios pudiéndolo todo.
Hablaremos, otros y otras, de las miles de injusticias evitables, de la macabra repartición de riquezas, del olvido obligado al que son empujados los miles de otros que limpian vidrios, que abren puertas de taxis, que esquivan autos y muertes, que salen empujados por la lucha a la vida, a la sobrevivencia, al derecho de estar y permanecer.
El agua entumecida se evapora. Nadie recogerá, por ahora, ese balde astillado y ese cepillo de flacos dientes. No hay romanticismo en esta imagen, no hay lástima ni mano de Dios que valga. Hay destrato, soberbia e impunidad por doquier.
El semáforo está en rojo. Otra u otro preguntará balde en mano. Limpiará o no limpiará y dejará que las monedas sucias se vuelvan a juntar en el hueco sucio de una mano.
En la putrefacta grieta del sistema.