“vamos a renegar del diablo, de su obra y de su esplendor”. (Joyce)
Agencia La Oreja Que Piensa. Por Alejandro Jacobsen. (*)
El doctor era hombre de mucha maña, con poca experiencia pero con excesiva confianza en su forma, en su proceder y en su opinión. Le sobraba valentía para mentir y tenía los escrúpulos muy escondidos o, como algunos consideraban, ya ni los encontraba. Pese a eso, no se puede decir que Pedro Buck fuera un abogado malo, quizás solo uno más de tantos que buscan dinero donde otros no se animan o ni saben que hay.
Bien temprano, cargó su taza de café hasta el borde y la vació, se calzó su abrigo negro y con cara pálida de recién despabilado emprendió el viaje al juzgado. El saco disimulaba la figura regordeta del abogado, que siempre andaba bien rasurado y con el pelo prolijo. Su voz fuerte y segura lo ayudaba a convencer a sus clientes de que el caso siempre iba bien.
Ya en el juzgado, el profesional se mostró en los pasillos, saludó a varios conocidos y hasta tuvo tiempo de discutir con una colega. Es que la mente del abogado no era un lugar fácil, por el contrario, había varios escondites donde no convenía hurgar. Pero más por aburrimiento que en busca de consenso, esta colega del doctor Buck acostumbraba superar los límites de lo sensato.
El doctor buscó entre sus carpetas algún papel que necesitaba para el caso del músico Bernardo Summer, un proceso en que su defendido demandaba a una fábrica de cuerdas para guitarra. No encontró el papel escrito a máquina y pensó que lo había olvidado. Un rato después recordó que ese escrito, con varias faltas de ortografía y hasta sin sentido en varios párrafos, lo había guardado en la agenda. Lo mostró a su cliente, al que había citado para una reunión, pero éste no pensó que fuera buena idea usar ese texto para su caso.
Ambos se habían entrevistado con anterioridad varias veces, primero en un pasillo del juzgado, luego en un local que el doctor alquilaba en un pueblo vecino y hasta en su propio despacho, ese que está ubicado detrás del cerro, camino al río.
En cada uno de los encuentros, parecía que ambos se ponían de acuerdo. Summer salía con la idea de que ganaría su juicio, que la fábrica de cuerdas para guitarra estaba casi vencida y que Buck sabía lo que hacía. Con el correr de las semanas, Summer empezó a ver que su proceso no se resolvía en los tiempos y las formas que él tenía pensado, y comprobó que los tiempos de los hombres no son los mismos que usa la Justicia.
El dueño de la fábrica, hombre de negocios, acostumbrado a las riñas, se desenvolvía con naturalidad en la turbulencia. Tenía un lema para estos casos: “los hombres se descubren cuando se miden con los obstáculos”. El proceso avanzó y tuvo que comparecer ante dos juezas en una cita preparada por el doctor Buck. Summer se presentó a la misma cita tímido, casi sin fuerzas y con un gesto triste.
Si bien guardaba en su pecho gran esperanza de ganar el proceso, no lo demostraba. Su andar parecía regirse por la inesperada virtud de la ignorancia. Todo lo que estaba en juego preocupaba demasiado al artista y provocaba que el miedo ganara la batalla interior. Los hombres de mirada corva, de ceño fruncido, mezquinos y discípulos de la publicidad encajan mejor en este mundo de hoy, mucho más atinado es su pensamiento y su quehacer que el de un artista, un ser simple que todavía gustaba de contemplar amaneceres. Pero era preciso vivir…
El dueño de la fábrica se presentó en el juzgado, contra todos los pronósticos. La intimación le había llegado de manos de un policía que más que un oficial parecía ser un cómplice de Summer. Había hecho la entrega de la correspondencia por pedido del músico, para ayudar en el litigio. Se cree que tiempo después, Summer debió cantar en el cumpleaños de la hija del policía para compensar este favor que el uniformado le había realizado.
Luego de la cita, el fabricante parecía haber quedado en peor situación que el guitarrista; aunque a los pocos días, esta sensación se desvaneció de la mente de Buck.
El fabricante visitó a un colega de Buck y éste tildó al abogado de Summer como “un pobre infeliz”. El dueño de la fábrica se encargó de que Summer supiera que este era el concepto que había de su abogado defensor, provocando así el desánimo y el temor que tanto pesan en las mentes de los atormentados.
Meses después, Summer reconocería en una mesa de bar, junto a varios amigos, que él íntimamente sabía que Buck no era la mejor opción para llevar su caso y que el fracaso estaba decretado. Pero no solo por incapacidad del doctor, sino porque la Justicia siempre acude en busca de los fabricantes y nunca cae del lado de los artistas.
En el mismo bar, pero otro día y con varios vasos bien altos de cerveza ingeridos, Summer sintetizaba el caso: “el doctor sostenía que había que asustar al fabricante y que esa era la mejor estrategia”. Asimismo, él dudaba de ese plan, aunque “no tenía otras alternativas, por lo que me entregué manso a las manos de estos burócratas de lo inútil, o abogados como algunos los denominan”.
Los escribientes redactaron notas para ambas partes por pedido de cada abogado y el caso no prosperó mucho más. El fabricante consiguió dilatar los tiempos y Summer desistió tanto de la estrategia de Buck como del propio abogado. Así el proceso cayó pesadamente en los cajones del juzgado y poco se recuerda de este hecho en los foros jurídicos del pueblo.
“En mi caso, la Justicia no debe haber gastado más que un par de hojas”, recordó el guitarrista tiempo después con resignación, aunque lo contaba en tono de broma para disimular su dolor. Una vieja artimaña de los artistas y de los hombres puros.
Pero esa mañana, mientras Buck buscaba el escrito del caso Summer, y caminaba por los pasillos del juzgado, recordó que tenía una entrevista con un comerciante decadente que venía peleando en un litigio con uno de sus últimos empleados.
El teléfono del abogado no paraba de sonar y algunos de sus contactos lo consultaban por unos terrenos que estaban en litigio. Él les explicaba que si ganaba el proceso, de los tres lotes que eran de su defendido, uno pasaría a ser un nuevo inmueble de la familia Buck, ese era el pago acordado.
El día del abogado seguía su curso; comió de parado en un barcito de mala muerte y retomó rápidamente sus tareas. Se encontró con un colega y con el padre de un pibe que había caído preso por un hecho menor. Usando artilugios y tomando atajos, Buck había logrado sacar de la cárcel a este joven, aunque ahora estaba comprometido el cobro de sus servicios.
De regreso en su casa, el doctor siguió trabajando en su despacho, ese pequeño ambiente donde la oscuridad dominaba la escena y que había decidido vestir con algunos libros y un escritorio que estaba más cerca de ser decadente que útil. La habitación tenía las paredes amarillentas, con una lámpara que luchaba contra la penumbra desde un rincón y los papeles desordenados completaban el caos.
El teléfono volvió a sonar y Buck atendió rápidamente. Mientras hablaba, vio desde su ventana como pasaba casi corriendo su vecino, ese hombre oscuro y siempre ensimismado que vivía río abajo, hacia el cerro que esconde la ciudad si uno lo mira desde la puerta misma de la casa de Buck.
Le llamó la atención el apuro que llevaba este hombre y cómo parecía que el agua y el viento no le molestaban. En plena tormenta, el vecino del doctor pasó decidido, con las manos en los bolsillos y sin mirar a los costados. La noche era cerrada, con un cielo muy oscuro y nublado.
Por un momento le prestó atención a su vecino, aunque rápidamente se volvió a empapar en la conversación telefónica que mantenía y olvidó al hombre que tan extrañamente había pasado por su ventana. Cuando cortó, el abogado recordó las muchas veces que le llamó la atención la conducta extraña, solitaria y triste que siempre exhibía este hombre.
Pero enseguida, volvió a posar sus ojos en el escritorio, comprobó que gran parte de su trabajo aún seguía sin terminarse y, de inmediato, se puso en actividad. Entre escritos legales, cartas de notificación y consultas a uno de sus libros, Buck pasó varias horas trabajando. El silencio de su despacho le permitía concentrarse, pero la lluvia que golpeaba en el techo era una molestia permanente.
Con la vista cansada y la mente saturada de ideas y procesos, el doctor decidió parar un momento, servirse otra taza de café bien fuerte y posar su mirada sobre el horizonte, a través del vidrio empañado de su ventana. Mientras se tomaba su recreo, Buck vio que su vecino volvía, pasaba ahora camino a su casa pero a un paso mucho más lento, como perdido o extraviado.
La mirada ya no era la misma, esa que había mostrado más temprano; ahora estaba como buscando un destino mucho más lejano, como si buscara perforar el horizonte y encontrar allí el lugar que lo esperaba. O, más todavía, como si realmente pudiera atravesar con sus ojos todo lo material y concretamente podía ver más que los demás.
Buck bebió un par de sorbos de café mientras seguía el paso de su vecino por el sendero, hasta que el andar de éste se perdió entre los árboles y las plantas del lugar.
“Todos tienen raras obligaciones, extrañas cosas importantes para hacer; difícil entender cuando uno no está en los zapatos del otro” pensó rápidamente Buck; aunque no tomó muy en serio esta idea que fugazmente pasó por su mente.
Es que un proceso que tenía contra un partido político vecinal que pretendía solo incluir profesionales entre sus candidatos lo tenía preocupado. “Solo abogados, solo doctores, solo veterinarios” era el lema que regía a los vecinalistas que poco sabían de representación y democracia, aunque habían entendido bien “las diferencias entre los profesionales y los otros”, según ellos mismos apuntaban.
La noche había llegado en silencio, sin que nadie la llamara pero con su gran capa que lo cubría todo. Buck hacía el resumen del día y se sorprendía de todo lo que había avanzado en sus casos. Feliz por sentir que seguía acomodándose bien al mundo global que la sociedad le proponía, saboreaba cómo las distintas escalas sociales lo aceptaban y cómo su carrera se llenaba de un buen futuro si seguía por este rumbo.
Incluso había pensado en que un buen paso siguiente era seleccionar mejor a sus clientes; es que sus patrocinados no podían “no entender” cómo son las nuevas reglas de la vida moderna.
“Tener para ser, vida de consumo y culto a lo material son las premisas nuevas” escribió en una hoja de su agenda. Por un momento sintió la inmensa alegría de aquel que considera que descubrió algo y que eso nuevo será muy bueno para su vida cotidiana.
Para celebrar su estado se sirvió un vaso de whisky y se tiró en el sillón. Desde allí pensaba cómo encararía su día mañana. Por un momento recordó al vecino, ese que había pasado dos veces frente a su ventana y si bien con gestos distintos cada vez, nunca había abandonado el semblante oscuro y triste que lo caracteriza.
Se compadeció de él y volvió a su tarea. Los escritos debían terminarse para la mañana siguiente.
(*) Periodista y escritor argentino. Nacido en 1973 en la localidad de Florida, Pcia de Buenos Aires. El texto pertenece a Tormenta/textos, editado en 2018.