1977: miembros del colectivo "Acción No Violenta" ocupan el Consulado argentino en Barcelona, para pedir la liberación de los presos políticos en carceles argentinas durante el régimen del general Videla. (foto: EFE)
Agencia La Oreja Que Piensa. Mayo 2013. Por Juan Chaneton
Cuando el invierno se apresta a tomar posiciones en esta región del mundo y despunta una helada mañana brillante, se esparce en nuestro doliente país la noticia de la muerte de Videla. Videla, así, a secas. Hay muchos “videlas” pero también hay uno solo.
Toda muerte evoca oscuridad y ello ha de deberse, seguramente, a que la muerte, en nuestra cultura occidental, ha obtenido sus credenciales en color negro. Ese es el color que la representa.
Pero la oscuridad de esta muerte no es la del sujeto que muere sino la de aquella noche que nos envolvió a todos cuando en la Argentina habíamos empezado a contemplar los fuegos, izados como banderas y subiendo muy alto hacia el cielo ensombrecido y sin estrellas, que estaban quemando los cuerpos de miles y miles de seres –argentinos en su inmensa mayoría- que habían asumido, sin proponérselo, una identidad colectiva que les abriría las puertas de la historia como sujeto plural llamado “generación”.
Las víctimas del quídam que ha muerto configuraron la “generación del ‘70”.
No es posible ver una imagen de Videla sin pensar en una fosa común. El terrorismo de Estado que comenzó en 1976 instituyó esa ominosa construcción lingüística llamada centro clandestino de detención (ccd), así como el terrorismo de Estado anterior a esa fecha, es decir, el que se consumó bajo el régimen de Isabel Perón y José López Rega, creó una herramienta criminal que hoy resuena como fonema de la lengua, como golpe y anatema: triple A.
Se ha llevado sus secretos a la tumba. Pero no se ha llevado con él al videlismo, que aún perdura. A ese remanente habrá que recurrir, entonces, para saber dónde están los cuerpos y dónde buscar las identidades robadas, las de nuestros niños.
Pero eso debe hacerlo la justicia que es, precisamente, territorio minado por ese videlismo residual.
El dato más reciente que da pábulo a este aserto es que el subrogante bahiense Santiago Martínez se ha negado a citar al dueño del órgano oficioso de la Marina, el diario La Nueva Provincia, para que explique qué participación le cupo -si es que le cupo alguna- en el secuestro y desaparición de los obreros gráficos Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola. Vicente Massot, el ideólogo, está a buen recaudo por ahora. Es el videlismo en acto el que lo protege.
Se dice de Hitler que nunca pisó un campo de concentración. Tampoco Videla miró al horror de cerca. Supo todo, salvo alguno que otro detalle administrativo que los jefes de zona y subzona resolvían por su cuenta.
Pero ello no alcanza para llamarlo “ideólogo del terror”, como se lo ha empezado a llamar en el día de hoy, el de su muerte, viernes 17 de mayo de 2013. Los ideólogos operaron en otra escala. Montaron el engranaje dictatorial en el continente para luego enarbolar la bandera de los derechos humanos y barrer, así, con esas mismas dictaduras para instaurar, en su lugar, la renacida democracia. Otra forma de Estado pero el mismo contenido: el neoliberalismo.
Y en escala nacional los ideólogos no vestían uniforme. Revistaban en los claustros académicos y en las redacciones de las hojas patricias. Decía La Nación el 29 de junio de 1976: “…Maduramente, sin alborotos, se pueden rescatar proyectos vitales.
Y esto abre paso a la alegría de pensar que los dolores vividos y los que han de presentarse (dest. nuestro) alumbran un mejor futuro…”.
A tres meses del golpe, el diario de Mitre le decía a la sociedad que podía esperar “proyectos vitales” del terrorismo de Estado. Y que se venían “dolores” nuevos. La Nación no sólo lo sabía sino que lo prescribía.
Ya funcionaban a pleno los ccd. Y la genealogía del vocablo “desaparecido” hay que rastrearla allí y en ese instante. Esa palabra -impensada como significante político- se calzaba el sayo del dolor y la denuncia. Y se abría al mundo.
Nos exponía a la mirada del otro que, de ese modo, empezaba a descorrer el velo que escondía lo que estaba ocurriendo en la Argentina: el Estado militarizado había comenzado la matanza y el exterminio de obreros, estudiantes y militantes populares que pugnaban por otro modelo de organización de la sociedad al que ellos llamaban (llamábamos) socialismo.
Ha muerto, entonces, un represor formado en las Conferencias de Ejércitos Americanos. El que acaba de morir dijo, en la XI CEA celebrada en Montevideo en octubre de 1975: “Si es preciso, en la Argentina van a morir todas las personas que sean necesarias para lograr la seguridad del país”.
Eso no es un ideólogo. Es un peón del tablero continental cuya agenda la diseñaban otros en otra parte.
El de 1978 fue un hito en la historia política de los argentinos porque en ese año la política se mezcló con el fútbol. Videla fue posible porque el pueblo, una vez más (como con Frondizi; como con Illia), fue manipulado por una dictadura mediática que guarda diferencias con la de hoy es aspectos sustantivos pero también las semejanzas son sustantivas.
Una de ellas estriba en que el efecto de la propaganda fue legitimar el quiebre institucional e impulsar el aplauso ignorante y alienado al dictador que venía a usurpar el gobierno. Y desde los almuerzos por tevé hasta los micrófonos de las radios la algarabía era una sola y monocorde en su mensaje: habían regresado el orden y la paz.
Argentina fue campeón por métodos gangsteriles, ganó los partidos que había que ganar y allí cerca había seres humanos sufriendo la angustia seca y sórdida de los condenados a muerte. Pero nada desbarató la ilusión. Videla y el terrorismo de Estado no nacieron de ninguna hipóstasis ni de repollo alguno. Fueron un emergente y sería bueno, dados los tiempos que corren, que la sociedad se hiciera cargo. No conduce a ningún lado la ignorancia inoculada día a día. Es malo odiar porque así se lo prescribe desde los canales de mayor audiencia.
Esto es así porque la historia se refiere al pasado pero se escribe en el presente. Y es también por eso que ha prevalecido en demasía lo formal en los mensajes que disparó la muerte de Videla. Se apeló hasta la saturación a adjetivaciones que, por conocidas, nada aportan, sobre todo a las nuevas generaciones.
Y también resonaron con eco propio las omisiones y los ninguneos. Mucho espacio a los que juzgaron a Videla y poco y nada a los que lo desafiaron en la calle casi desde el primer día.
Es preciso saber que el 24 de marzo de 1976 no irrumpió en el poder un criminal, un terrorista, un asesino, un perverso, un psicópata y que, además y poco antes de morir, se convirtió en un negacionista. En aquella fecha ocurrió eso y algo peor que eso: se instauró un modelo de acumulación capitalista para los bancos y los grupos empresarios industriales y del campo más concentrados; su continuidad, abatida ya toda disidencia, abrió paso a la desnacionalización y al endeudamiento de los ’90.
Ello fue posible porque terrorismo de Estado y menemismo destruyeron por completo a una generación de luchadores y, más allá, terminaron con la clase obrera de este país.
Hoy, los conglomerados fabriles existen de nuevo y sólo la debilidad de espíritu o la indigencia intelectual llevan a creer en el milagro.