Agencia La Oreja Que Piensa. Desde Perú. Por Gerardo Torres Cóndor (*)
Uchuraccay sigue siendo una herida abierta y sangrante en el periodismo peruano porque hasta ahora no se hace justicia a los mártires de la prensa nacional que fueron asesinados en esa lejana comunidad de los andes de Ayacucho, hace 34 años.
El alevoso crimen fue perpetrado un mes después de estallar la guerra interna en suelo ayacuchano, el 26 de enero de 1983.
En vísperas de la Navidad del año anterior, el presidente Belaúnde había decretado el estado de emergencia en la región y encargó a las Fuerzas Armadas el control político militar de la región para combatir a las huestes maoístas de Sendero Luminoso que dirigía Abimael Guzmán.
Los periodistas llegaron a Uchuraccay el atardecer del 26 de enero, tras una caminata de varias horas desde el caserío de Toccto, hasta donde los trasladó el taxi que contrataron en la ciudad de Huamanga.
La delegación lo integraban Pedro Sánchez, Eduardo de la Piniella, Félix Gavilán (Diario de Marka) Willy Reto y Jorge Luis Mendívil (El Observador) Jorge Sedano (La República) Amador García (revista Oiga), el periodista ayacuchano Octavio Infante y el guía Juan Argumedo. En el grupo habían tres quechuablantes: Gavilán, Infante y Argumedo por lo que confiaban que no tendrían problemas de traducción si la necesidad así lo exigía.
Los hombres de prensa y su guía recorrieron solitarios valles, montañas y quebradas profundas por un estrecho camino, sin pensar que estaban transitando el último trecho de su vida.
El objetivo de los periodistas era buscar la verdad en torno a la matanza de varios adolescentes en Huaychao, comunidad vecina de Uchuracay. Ambas están asentadas en un valle andino a 4,000 metros sobre el nivel del mar. El sangriento episodio había ocurrido una semana antes y las informaciones que se manejaban en Huamanga eran contradictorias. Viajeros procedentes de Huanta señalaban que los infantes de Marina habían ultimado a balazos a varios adolescentes, no precisaban cifras. A su vez, fuentes castrenses aseguraban que las víctimas eran senderistas que fueron linchados por los comuneros de Huaychao.
Los periodistas decidieron llegar al lugar de los hechos y partieron con la confianza de periplos anteriores que habían realizado a otros puntos de la zona convulsionada junto a otros colegas que ya habían retornado a Lima, entre ellos el que suscribe esta crónica.
Diez días antes de la tragedia de Uchuraccay viajamos con Pedro Sánchez y colegas de otros medios a Pariabamba, en la cuenca del río Pampas, Andahuaylas, Apurimac, donde lugareños habían encontrado en un desolado paraje el cadáver de la senderista Carla.
El 15 de enero contratamos un taxi y partimos temprano rumbo a la zona. Recuerdo como si fuera hoy que en los controles policiales y militares que pasamos preguntaban insistentemente por periodistas del “Diario Marka”, periódico de tendencia izquierdista que en ese entonces vendía en Ayacucho más de 10 mil ejemplares diario y a nivel nacional más de 100 mil.
Junto a nosotros viajaban también Manuel Vilca (La República), Roberto Cubas (Correo) y Jorge Torres Serna (revista Gente). Con Pedro Sánchez advertimos el peligro y decidimos no mostrar la credencial de Marka. Pedro enseñaba el carnet de “Quehacer”, revista para la cual colaboraba y yo mostraba el carnet del Colegio de Periodistas del Perú (CPP).
Llegamos a Andahuaylas cerca de la media noche, tras un viaje de más de 12 horas, varias de las cuales con torrenciales lluvias, lo que dificultaba el desplazamiento del automóvil por una carretera sin asfaltar.
En Andahuaylas nos alojamos en el hotel de turistas, que estaba atestado de policías y efectivos del servicio de inteligencia del Ejército.
Colegas de la región y lugareños de la zona nos aconsejaron no continuar el viaje al río Pampas, luego de advertirnos de los peligros a los que nos exponíamos. “En las comunidades de la zona están los “sinchis”, cuerpo especializado de la policía, que operan vestidos de campesinos. No expongan su vida”, fue la advertencia.
Luego de evaluar la situación, la mayoría de la expedición decidimos no seguir viaje. Pedro Sánchez se molestó. Él era el más entusiasmado en llegar a Pariabamba. Decía que necesitaba tomar fotos y mostrar al mundo su trabajo profesional.
Hacía sólo dos días que Pedro había llegado a la zona de guerra, en reemplazo de Severo Huaycochea, veterano reportero de “Marka” que había estado en Ayacucho desde el 23 de diciembre, un día después del ingreso de las tropas militares al mando del comandante Clemente Noél Moral.
Retornamos a Huamanga la noche del 17 de enero y en la madrugada del día siguiente, aproximadamente a las 2 am., el portero de la hostal “Santa Rosa” tocó la puerta de mi habitación, en el segundo piso, y me dijo que dos personas me buscaban y querían hablar conmigo. No salí, le dije que se identificaran y dijeran el motivo de su visita a esa hora. El portero llevó el encargo y 5 minutos después retornó. “Sr. Torres, insisten en hablar con Ud., dicen que los senderistas han secuestrado a la hija del distribuidor del periódico”, dijo.
El distribuidor de “Marka” en Huamanga era un hombre humilde de baja estatura de apellido Quispe y su hija Norma, quien la ayudaba en la entrega de los ejemplares a los canillitas (vendedores de periódicos), era una colegiala de 15 años de edad.
Me preocupó el mensaje y estuve a punto de despertar a Pedro Sánchez para salir juntos atender a los visitantes desconocidos, pero un mal presentimiento me detuvo y le dije al portero que me sentía con malestar y le diga a los visitantes que buscaría al distribuidor a las 7 de la mañana. Así fue, a esa hora hablé con Quispe en el quiosqo de periódicos donde atendía, en una calle céntrica de Huamanga. Me confirmó que se había llevado a su hija.
Preguntamos a quién atribuía el hecho. Quispe responsabilizaba a los militares del secuestro.
Ante otra pregunta, Quispe me dijo que él no había ido a buscarme a la hostal esa madrugada. Su respuesta que me preocupó y desde ese momento pensé que algo malo me podía pasar. El 19 de enero hablé con el director del periódico, José María Salcedo, y pedí mi relevo. Retorné a Lima el 22 de enero y dos días después partió a Huamanga mi reemplazo, Eduardo de la Piniella.
Los periodistas sabíamos que al Comando Político Militar le molestaba las noticias que se difundían en el país y el mundo de lo que ocurría en la zona convulsa. Casi todos los días, los senderistas mataban policías, jueces, alcaldes y gobernadores. Incursionaban en pueblos y caseríos y asesinaban a jóvenes y adultos inocentes que se resistían plegarse a sus filas.
Después que se marchaban los subversivos, llegaban los militares y policías y también mataban a los pobladores acusándoles de terroristas como sucedió en Accomarca, Lucanamarca, Putis, Pampa Cangallo y muchas otras comunidades de la región.
Los periodistas que llegábamos a los pueblos a donde habían incursionado las fuerzas beligerantes escuchábamos sólo relatos de horror de parte de los sobrevivientes. Mujeres ancianas imploraban ayuda de rodillas, decían en quechua que los senderistas, que lo militares mataron a sus hijos o se habían llevado a sus hijos. Javier Ascue (ya fallecido), que trabajaba para “El Comercio”, nos servía de traductor.
La estrategia de los militares en Ayacucho era de tierra arrasada, no podían dejar testigos en las zonas donde incursionaban. Eso fue lo que ocurrió en Uchuraccay y en Accomarca, por mencionar sólo dos ejemplos.
La matanza de Accomarca ocurrió el 14 de agosto de 1985. Empezaba lo que sería el primer desastroso gobierno de Alan García, sindicado como uno de los ex mandatarios más corruptos y que amasó fortuna en sus dos gestiones.
Teófila Ochoa Lizarbe, la única sobreviviente de Accomarca, reveló ante los tribunales de justicia que ese día, en horas de la mañana, una patrulla militar incursionó en Accomarca y obligó a 60 comuneros, entre adultos y niños, ir a la plaza para una supuesta asamblea. Después fueron obligados a ingresar a una casa donde fueron acribillados a balazos y luego lo incendiaron para que no quede evidencia. Teófila, que entonces era una niña de 12 años de edad, presenció el horror desde la parte alta del poblado. No estuvo entre los sentenciados a muerte porque se había demorado en retornar a casa de un mandado que le hizo su madre, doña Silvestra Lizarbe.
Teófila relató que después que advirtieron que ella había visto la matanza, los asesinos la persiguieron varios kilómetros, pero la niña que conocía en detalle la zona logró escapar. “Gracias al Divino no me mataron”, dijo Teófila, que logró salvarse y vivió para contar el horror al mundo.
Más de tres décadas después, la justicia ha condenado a los criminales de Accomarca, aunque no a todos. Al responsable político, Alan García, no le pasa nada.
Después de la masacre a los periodistas, centenares de campesinos del lugar fueron asesinados en forma concatenada. El comando político militar atribuyó los crímenes a los senderistas, pero era imposible confirmar la versión.
Después de Huaychao y Uchuraccay, ningún periodista se atrevió viajar a la zona, excepto quienes tenían el respaldo de la autoridad militar y viciversa.
Los familiares de los periodistas masacrados en Uchuraccay, los gremios profesionales y todo el Perú exigen sanción para los asesinos de los mártires del periodismo.
El poder militar y político responsabilizó del crimen a los comuneros de ese alejado poblado de las alturas de Huanta. El sustento de su acusación fue que confundieron a los periodistas con terroristas. Sin embargo, los alzados en armas nunca andaban cargando cámaras fotográficas sino fusiles, cuchillos, machetes y dinamita.
Cuando fui citado a declarar a la Comisión investigadora que presidió el Nobel Mario Vargas Llosa afirmé todo lo relatado en esta crónica y puntualicé que no creía que los comuneros sean criminales. Sustenté mi afirmación en el buen trato que recibimos los periodistas en las comunidades a las que llegamos en misión periodística.
Ante el requerimiento del Nobel, señalé que para mí en el asesinato de los periodistas tuvieron participación activa los militares y policías vestidos de campesinos.
La comisión Vargas Llosa no recogió completo mi testimonio en el informe final que elevó al presidente de la República, Fernando Belaúnde. 34 años después, el crimen sigue impune.
(*) Periodista.