Agencia La Oreja Que Piensa. Desde España. Por Esther Vivas (*)
¿Qué comeremos en 2025? ¿Cómo será nuestra alimentación de aquí a diez años? ¿Quiénes, dónde y cómo producirán la comida? ¿Con qué objetivo? Alimentos, ¿derecho o negocio? He aquí la cuestión.
Capitalismo agroalimentario
Con los principios y las prácticas de la llamada revolución verde, a partir de los años 40 y con su expansión en la década de los 60 y 70, se acabó imponiendo un modelo de agricultura y alimentación pensado casi exclusivamente en la obtención del máximo beneficio económico para las empresas del sector. Si “ganarse la vida” es legítimo, no lo es cuando la usura y la avaricia son la práctica habitual de unas políticas que acaban con derechos y necesidades esenciales. Así ha sucedido con un sistema agroalimentario sometido al capitalismo.
La agricultura y la alimentación hegemónica se basan en un modelo adicto al uso de productos químicos de síntesis, a los que también podemos llamar “agrotóxicos”; que prioriza unas pocas variedades de cultivos, los que mejor se adaptan a los intereses de las grandes empresas (tamaño y color óptimo por ejemplo); que apuesta por los monocultivos y los transgénicos; que deslocaliza la producción y promueve los alimentos que viajan miles de kilómetros del campo al plato, buscando el sitio más barato donde producir a costa de explotar la mano de obra y/o el medio ambiente o gracias a determinadas subvenciones.
¿Cuáles son las consecuencias? Se acaba con bosques y selvas vírgenes, se contaminan la tierra y los acuíferos, enferman nuestros cuerpos, se homogeneiza la alimentación, aumentan los gases de efecto invernadero y el cambio climático, se acaba con el campesinado local. Sin embargo, los daños colaterales parece que no importan, siempre y cuando los paguemos los de abajo, campesinos y consumidores, las multinacionales ¡Error! Referencia de hipervínculo no válida.quedan al margen y solo suman beneficios.
Pero, ¿quién hay detrás de estas políticas? Se trata de grandes empresas que controlan cada uno de los eslabones de la cadena alimentaria, desde las semillas pasando por los fertilitzantes, los pesticidas, la transformación de los alimentos y la distribución en los supermercados. Sus nombres y apellidos: Syngenta, Dupont, Cargill, Monsanto, Coca-Cola, Kraft, PespiCo, Procter&Gamble, Unilever, Nestlé, Wal-Mart, Carrefour, por solo citar algunos de estos “megadontes” que se han colado desde hace algunos años en nuestras casas.
Soberanía alimentaria
Ante la imposición de este modelo, hay otro que se reivindica basado en los principios de la agroecología y la soberanía alimentaria. Su objetivo: devolver a las personas el derecho a decidir qué se cultiva y qué se come.
Una agricultura que apuesta por las semillas autóctonas, la diversidad de variedades agrícolas y la complementariedad de cultivos; por el respeto al ecosistema y a los ciclos de la naturaleza; que defiende el trabajo campesino y la visibilidad y el reconocimiento de las mujeres rurales; que apuesta por una relación directa, y con el mínimo de intermediarios posibles, entre el campo y la mesa. En definitiva, una agricultura de km0, ecológica y campesina, en beneficio de la economía local y de nuestra salud.
¿Quiénes son sus principales impulsores? El movimiento internacional de La Vía Campesina, integrado por organizaciones campesinas de todo el planeta, lanzó esta propuesta a mediados de los años 90, ante un modelo de agricultura industrial e intensiva devoradora de tierra, agrodiversidad y campesinado. Muy pronto, otros actores hicieron suya dicha demanda, desde organizaciones de consumidores, de mujeres, pueblos indígenas, ONGs… , al tomar conciencia de que la agricultura y la alimentación nos afecta a todos, ya sea en el campo o en las grandes ciudades.
Las expresiones de la soberanía alimentaria son múltiples, tanto en los países del Sur como aquí en el Norte: mercados campesinos donde los productores venden directamente sus alimentos; huertos urbanos en barrios, escuelas, casas y hospitales; grupos de consumo que optan por la auto-organización y la adquisición directa de alimentos a uno o más campesinos; comedores escolares ecológicos, con productos locales y orgánicos, que incorporan en el curriculum de las escuelas, tanto en la teoría como en la práctica, la apuesta por una alimentación más justa y saludable; acciones contra el despilfarro alimentario y la organización de comedores populares; cocineros “slow food” que llevan a sus fogones alimentos locales, campesinos y de calidad; entre muchas otras iniciativas.
(*) Esther Vivas. Activista y autora de diversos libros y publicaciones sobre movimientos sociales y consumo responsable. Ha participado activamente en el movimiento antiglobalización y contra la guerra en Barcelona, así como en distintas ediciones del Foro Social Mundial, el Foro Social Europeo y el Foro Social Catalán. Su último libro es El negocio de la comida (Icaria, 2014).