Fernando y su aporte a las ideas
La biblioteca de La Oreja Que Piensa recibió de regalo un libro dedicado por Fernando Cardenal. Nos sentimos gratificado por tanto afecto.
Para Alberto:
Espero que la lectura de estas memorias aumente más aún tus sueños y tu amor a los más pobres. Allí encontrarás siempre a Jesús. No te canses de soñar y de amar y serás plenamente feliz.
Con un fuerte abrazo. Fernando Cardenal. 10/10/2010
El libro “Un sacerdote en la revolución. Memorias y reflexiones sobre educación popular desde Nicaragua” de ediciones Ciccus fue presentado el pasado viernes 8 en el Sagrado Corazón en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La Oreja Que Piensa reproduce algunos fragmentos del texto.
La clave de todo lo que sucedió después
Cuando en 1968 Su Santidad el papa “Pablo VI” iba a visitar Medellín después de estar en Bogotá, el gobierno decidió sacar a todos los pobladores de los miserables asentamientos que afeaban el paisaje en las lomas que se ven desde el cerro y trasladarlos a la zona de Bermejal (llamado así porque allí la tierra era roja)
Allí se fundó el barrio “Pablo VI”. Cuando yo llegue las calles eran un solo lodazal, pero eso no era problema teniendo un par de botas más o menos regulares. La molestia real vino con el verano cuando el lodo seco se transformó en polvo que se nos metía en la casa por todos lados y lo encontrábamos hasta en la comida.
Las casa eran muy pequeñas pero nuevas, de ladrillo rojo, mejores que las chozas de cartón donde vivían antes. El gran problema era que la mayor parte de la gente del barrio estaba sin trabajo y esto marcaba fundamentalmente a los que allí vivían.
En el barrio “Pablo VI” la gente en su gran mayoría llevaba meses y hasta años sin trabajo. Pero peor aún, y es lo que yo capté allí, era la profunda y permanente tristeza de estar convencidos de que nunca iban a conseguir trabajo. Esa era su experiencia y no veían por dónde les podía venir la solución a ese problema.
Faltaban casi todos los servicios sociales de un barrio ya establecido, pero lo más sensible es que no había centro de salud ni atención médica de ninguna clase. No había escuela. No había energía eléctrica.
Con muchísima frecuencia la comida de las personas del barrio consistía en arepas que son unos panes de masa de maíz asada (como aquí en Centroamérica la tortilla), que en vez de ser planos allí son redondos como una mandarina.
Comían, diríamos nosotros, tortilla y la acompañaban con una tasa de agua caliente endulzada con panela.
Esa era muchas veces la única comida que tenían para los tres tiempos. Nosotros podemos comprender así muy fácilmente el sufrimiento diario de las personas que ahí habitaban con sola esa alimentación. A mí me impactó mucho, muchísimo todo eso, sobre todo porque, como yo viví allí nueve meses enteros, me fui encariñando profundamente con los vecinos, con la gente del barrio.
Entonces el sufrimiento de ellos se me hacía a mí enormemente duro de llevar. Es verdad que ojos que no ven, corazón que no siente, pero ahora veía, y además veía a personas queridas. Mi corazón tenía que sentirlo mucho.
Buscamos siempre como integrarnos lo más posible a la vida de la gente, pero había una experiencia de ellos que nosotros no teníamos ni de lejos: la inseguridad. Yo sabía perfectamente que si tenía algún problema serio de salud, los padres del colegio San Ignacio de Medellín me sacarían de aquellos lodazales y me trasladarían a una buena clínica en la ciudad. Los pobres no tenían a nadie.
Estaban solos y abandonados. Nadie velaba por ellos. Nadie acudiría a salvarlos en una emergencia. Nadie acudía a salvarlos de la emergencia que era su vida diaria. Nuestros países latinoamericanos están sometidos permanentemente a catástrofes, naturales, terremotos, inundaciones, sequías, huracanes, maremotos, erupciones volcánicas, pero los habitantes del barrio “Pablo VI” eran damnificados permanentes, como en tantos barrios y pueblos de mi Nicaragua.
Recuerdo un día que después de comer abrí la puerta de la calle y me encontré con el espectáculo de que los niños de la familia Jaramillo, que vivían enfrente, estaban buscando en la basura los desechos de nuestra comida y se los estaban comiendo.
A esos niños yo los quería mucho. Ellos me acompañaban, junto con otros del vecindario, por todos lados cuando yo salía. Si iba, por ejemplo, a decir una misa, uno lleva el cáliz y el otro llevaba el vino. Yo les tomé un gran cariño. Entonces el impacto fue enorme, ver que ellos, mis amigos, mis amigas, mis amiguitos, estaban comiendo de nuestra basura.
Teníamos los jesuitas diversos cargos en la comunidad. Yo era entre otras cosas, encargado de comprar el pan ya que en nuestro barrio no había panadería.
Había que bajar la loma e ir a comprarlo a otro barrio. Cuando yo subía por la calle, con el gran paquete de pan en las manos, los niño me pedían pan, niños con el hambre en los rostros. Yo no les podía decir: “Miren, este pan es para los padres que estamos haciendo aquí la tercera probación, una cosa muy importante”.
Yo hacia lo obvio, iba dando trozos de pan a cada uno de los niños. Al llegar a nuestra comunidad, por supuesto, ya no había pan. Les dije a mis compañeros:”Ustedes se deciden a no comer pan o nombran a otro comprador, yo no puedo traer pan en medio del hambre de los niños”. Ya no volvimos a comer pan.
En otra ocasión me llamaron para visitar a un joven que estaba muriéndose. Yo estuve asistiendo mientras estaba en sus últimos momentos. El estaba casado, no tenía hijos todavía. Me dice:”Padre, yo le encargo a mi esposa cuando yo muera”. Pocos minutos después murió. ¿Yo qué hago, yo qué hago? Me preguntaba angustiado. ¿La llevo a vivir a nuestra comunidad? Sabía que era imposible pero lo comenté con el padre Elizondo que me dijo:”No podemos hacernos cargo personalmente de todas las personas desamparadas del barrio. Lo importante es que caigamos en la cuenta de que es toda la realidad social la que tenemos que cambiar…
Homenaje/Buenos Aire-La Música-La Poesía
Publicado por la Oreja Que Piensa. Argentina 2010.