Es una tarde gris y lluviosa de abril en Quito. Como para confirmar sin medias tintas aquello de “abril, aguas mil” que el saber popular repite por aquí. El colectivo –bus, entre los quiteños-, como siempre en este tipo de clima, es una mezcla densa de humedad ambiente y humores humanos. Son alrededor de las cinco de la tarde, hora pico, y el transporte va lleno de pasajeros que se apuran a subir en cada parada, chocando unos con otros, amontonándose, tratando infructuosamente de no mojarse demasiado.
Como casi todos mis compañeros de viaje, vuelvo a casa sumergido en divagaciones sin ningún sentido, con la mirada perdida entre las pintadas, afiches, vehículos y paraguas pringosos que van y vienen de las calles a mis ojos. Tengo sed. “Ojalá suba un vendedor de agua”, pienso. La suerte no me ayuda. Primero me ofrecen calculadoras científicas. Están a buen precio, pero no se toman y tampoco las necesito. Más tarde son garrapiñadas –maní de dulce, en ecuatoriano básico-, papas fritas, chocolates, obleas… por fin me canso de prestar atención y vuelvo a mi limbo mental que al menos me hace olvidar la sed.
Justo cuando me resigno, sube otro vendedor. Por el rabillo del ojo distingo que no tiene más de veinte o veintidós años. Sigo empecinado en poner la mente en blanco pero la curiosidad, por un momento, puede más y espío su mercancía. Otra desilusión: trae chicles. Empieza su discurso con el habitual “reciban un cordial saludo de parte de quien les habla” y llena de adjetivos sugerentes los productos con que se gana la vida. Mientras se filtra hasta el fondo del colectivo, deja en las manos de cada persona sentada dos cajitas de distintos sabores.
“Usted se preguntará cuánto le cuesta, cuánto le vale esta rica, exquisita y deliciosa golosina”, enfatiza con ganas al volver junto al conductor. Son apenas veinticinco centavos de dólar “que se nos pueden caer al subir o bajar del transporte” agrega el muchacho al tiempo que algunos pasajeros revuelven sus bolsillos. Para reforzar sus argumentos comerciales intenta un golpe a la sensibilidad ajena: “Yo no busco hacerle daño a nadie, ésta es la forma que tengo para ganarme la vida honrada pero sanamente”, concluye.
¿Qué? Ahora sí mi atención se enfoca por completo en el vendedor de chicles y lo lleno de interrogantes sin abrir la boca. ¿Honrada pero sanamente? ¿Este muchacho sabrá lo que está diciendo? ¿De qué forma un trabajo honrado puede no ser sano? Él ni se percata de la mirada inquisidora del pasajero del segundo asiento de la izquierda, contra la ventanilla, o sea yo. Mis dudas quedan para mí solo y me atormentan el resto del viaje. “Ese ‘pero’ está mal usado”, razono. No estoy seguro, pero suena feo y eso basta.
Llego a casa y busco enseguida el diccionario. Me tranquiliza a medias.
Ese “honrada pero sanamente” parece una burrada, aunque algo me dice que la apariencia no es del todo cierta. Le doy vueltas y más vueltas sin encontrar la explicación. Y entonces me acuerdo de los honrados pulmones de los mineros. Y de la honrada piel de los campesinos fumigados por sus patrones junto con la cosecha. Y de las honradas vértebras de los estibadores. Y de las honradas manos anhelantes de los desocupados. Al final, el vendedor de chicles tenía razón. ¿Cuándo terminaré de aprender que las verdades no se dicen en las reales academias sino en la calle?
(*)Periodista argentino. Actualmente viven en Quito. Ecuador