Agencia La Oreja Que Piensa. Argentina 2010. Por Victoria Sendón (*)
Sabemos que la caverna de Platón no era más que una alegoría que puso en marcha el filósofo y que ha hecho fortuna.
Los hombres alejados del conocimiento pasaban su tiempo aherrojados, mirando divertidos las sombras que se proyectan al fondo de la cueva, convencidos de que aquélla, y no otra, era la realidad.
La filosofía, por el contrario, es el conocimiento que a través de la razón nos impulsa a recorrer el camino hasta la salida de la gruta, nos enfrenta dolorosamente a la luz y hace que reconozcamos la realidad tal como es.
Imaginad que aquella visión de lo real, la de los cavernícolas, se hubiera objetivado, consiguiendo así sustituir la verdad del mundo y de la vida por ridículas sombras chinescas: pues bien, esa sería "la sociedad del espectáculo" que el situacionismo ha venido denunciando desde su fundación en 1957 hasta su disolución en 1972.
Como diría su principal mentor, Guy Debord, "El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizadas por imágenes". Esta sociedad imaginada es la nuestra.
La convergencia entre el desarrollo tecnológico y el capitalismo avanzado ha hecho posible que los media secuestren cualquier otra mediación con el mundo, de suerte que fuera de ese universo mediático nada pueda existir.
En "la sociedad del espectáculo", lo que se ha conseguido es que el capital nos explote, no sólo en el trabajo que era su predio, sino también -y sobre todo- en nuestro tiempo de ocio. Es la transformación del ciudadano en consumidor, del intelectual en agente comercial, del político en gerente empresarial.
Si vamos a una "gran superficie" (según la expresión que se ha introducido en el lenguaje espectacular), comprobaremos que las marcas exhibidas en los envases ya las conocemos por la televisión, de lo contrario, tal vez no nos arriesgaríamos a comprarlas; los libros más vendidos, apilados como torres de babel, ya han sido publicitados en las babelias de turno; y los coches con los que atascamos cada día la ciudad, se deslizaban en la pantalla, majestuosos, por parajes solitarios cual briosos corceles en el "marco incomparable" de una naturaleza idílica.
Comemos, vestimos, leemos y soñamos sólo aquello cuya representación ha sido posible a través de los medios espectaculares: diarios, revistas, radio, televisión, cine, libros... Todo en un presente continuo y trepidante sin meta alguna, en un plano discurrir sin puntos de fuga, en una novedad reciclada de "lo mismo" que sólo enfatiza lo que "toca", en una pueril libertad que nos permite elegir entre productos efímeros o fungibles.
Parece que corremos, que avanzamos, que vivimos peligrosamente... y lo único real es que estamos mirando absortos las sombras que pasan y cambian, y pasan..., de modo que "Aquello de lo que el espectáculo puede dejar de hablar durante tres días es como si no existiera". Cambiando la figura de las sombras, cambia la manipulable y estúpida realidad mediática.
La sociedad del espectáculo puede vendernos cualquier cosa, puede dar existencia en primer plano a lo más banal, puede conseguir que durante un año o más se esté hablando de unos chavales anónimos y mediocres que han sido encerrados en una ratonera para ser filmados y ahora son "famosos".
Es el strip-tease chorras de la sociedad del espectáculo, que nos muestra con toda su desfachatez cómo puede transformar la imbecilidad más absoluta en producto de éxito; lo invisible, en portada de las revistas más vendidas; lo insignificante, en importante. El "horror vacui" de todo personajillo aupado por los medios es que lo ignoren, que no pueda publicar o grabar un disco, que no le hagan entrevistas, que no salga en la tele..., porque es como dejar de existir.
Si cualquiera de esos conejillos de indias escribiera un libro, seguro que se vendería como churros: lo harán. Lo harán porque sólo interesa la mercancía, y ahora se hace pasar por cultura (forma de libro, por ejemplo) cualquier cosa que se pueda vender como tal, es más, esa "pseudocultura" en todos los formatos posibles se ha convertido en la mercancía vedette de la sociedad del espectáculo, que coincide con lo que llaman la sociedad de la información y de la comunicación.
Guy Debord nos explica magistralmente cómo se aplica la fórmula por la cual, una vez sustituida la realidad por su distorsionada representación, es muy fácil elevar a categoría o esencia aquellas sombras chinescas: "Allí donde la presión de un 'status mediático' ha adquirido una importancia infinitamente mayor que aquello que uno haya sido capaz de hacer realmente, es normal que tal status sea fácilmente transferible y que otorgue el derecho a brillar de igual modo en otro sitio cualquiera".
Un simple presentador de televisión, que es visto y "admirado" por millones de espectadores, puede convertirse de la noche a la mañana en un escritor afamado, porque las editoriales -meros agentes mediáticos- se pegarán por publicar sus estupideces.
O, al contrario, cualquier escribidor entronizado en el espectáculo por algún "espectacular" premio literario, adquiere de golpe el suficiente status mediático como para ejercer de "perejil de todas las salsas" en tertulias radiofónicas, artículos de opinión, crítica cinematográfica, consultorio sentimental o lo que se tercie en torno al espectáculo.
Ha sucedido en nuestro país, que una jovencita de algo más de veinte, que no tenía nada que contar ni marco estético para contarlo, recibe un premio de cincuenta kilos y ya parece investida de ciencia infusa para opinar sobre un totum revolutum con una solemnidad propia de quien pintara algo en la verdadera cultura. Estos son los esperpentos que genera la sociedad del espectáculo.
Pero lo más preocupante es el clientelismo político que implica la sumisión mediática.
Ya ningún grupo político piensa remotamente en acabar con este dominio tiránico de los medios, ni imagina siquiera que el mundo sea mejorable más allá de los meros ajustes coyunturales.
Los argumentos se han vuelto inútiles: "Nadie puede ya criticar la mercancía: ni en cuanto sistema general, ni tan sólo como baratija determinada que a los jefes de empresa les haya convenido lanzar al mercado en ese momento".
Es curioso que ya no exista un verdadero poder económico que no domine los medios de comunicación, o medios de desinformación, soporíferos inductores de la mayor de las pasividades, que junto a una abdicación de los ciudadanos y al triunfo del secretismo han favorecido que la estructura mafiosa se convierta en modelo universal del funcionamiento económico y del seguidismo político : "En el momento de lo espectacular integrado, la mafia reina, de hecho, como 'modelo' de todas las empresas comerciales avanzadas".
Si rastreamos la transformación de la mafia, podremos observar cómo el gobierno de Washington se alió con ella para conseguir su apoyo en el desembarco en Sicilia durante la Segunda Guerra.
A cambio de dichos favores, como el alcohol había sido de nuevo legalizado y ya no producía los pingües beneficios de antes, se cedió a la mafia el tráfico de estupefacientes, prohibidos legalmente para que fueran más y más rentables.
Poco a poco, las mafias irían invadiendo sectores tales como el inmobiliario, la banca, la gran política de estado y, por último, las industrias más específicas del espectáculo: la televisión, el cine y las editoriales.
Las mafias poseen suficientes matones y dinero como para hacer callar o comprar a intelectuales, críticos, medios, periodistas, autores o lo que quieran. Muchos de ellos se convierten así en esos conspiradores a favor del orden establecido que citábamos al comienzo.
La Fiera Literaria ha nacido en estos confusos momentos de la sociedad espectacular integrada, es decir, de la combinación de las formas "concentrada" y "difusa" (o sea, de la propaganda estalinista y de la publicidad americana) que hoy tiende a imponerse de modo universal.
La formación de redes de influencia y de sociedades secretas proliferan en el mundo político y empresarial, ya que no hay empresa que pueda expandirse -y lo que no se expande desaparece- si no hace suyos los valores, las técnicas y los medios mafiosos de la industria, el espectáculo y el Estado.
Son vínculos personales de dependencia y protección, sometidos al florecimiento del negocio, y que confirman el dicho mafioso siciliano de que "Quien tiene dinero y amigos, se ríe de la justicia".
Más aún: se ríe del juez y es capaz de ponerlo de patitas en la calle, como tristemente hemos comprobado que puede hacerse en este "Estado de derecho" con el que se les llena la boca.
Es curioso que los principales magnates de los medios de comunicación sean personajes de marcado aspecto mafioso que ni siquiera saben disimularlo.
Si todo se lo guisaran y se lo comieran ellos solos, sería fácil ver al mangante antes que al magnate, pero se rodean muy hábilmente de personajes sofisticados, intelectuales de la gauche divine, críticos comprometidos, columnistas progresistas y de toda una retahíla de quintacolumnistas del negocio mediático, que ejercen siempre una especie de "crítica lateral" muy estudiada, con "un aire de mucha denuncia, pero sin que parezca sentir jamás la necesidad de dejar entrever cuál es 'su causa' ni, por tanto, de decir tan siquiera implícitamente de dónde viene ni a dónde va".
O bien, todo lo contrario: intentan hacernos comulgar con ruedas de molino, promocionando como "obra maestra", "novela imprescindible", "lo mejor de la última década" todas las estupideces publicadas por el consorcio editorial.
Pero tenemos una sospecha aún mayor en La Fiera: que esas estupideces que se promocionan hasta convertirse en best-sellers no sean simplemente estupideces inocentes o escritura fácil de usar y tirar, sino escritura apta para ir creando en la caverna una determinada imagen del mundo y estimular así el deseo de determinadas cosas y no de otras; una visión de la realidad sumisa a "lo que hay"; una inclinación compulsiva hacia los programas de "más audiencia", a la lectura de "lo más vendido"; una repetición neurótica de "lo mismo".
"Los especialistas del poder del espectáculo, poder absoluto en el interior de su sistema de lenguaje sin respuesta, están absolutamente corrompidos por su experiencia del desprecio y del éxito del desprecio confirmada por el conocimiento del hombre despreciable que es realmente el espectador".
Y, por más que se proclame que estamos en la venturosa Era de la Comunicación, sabemos que "allí la destrucción extrema del lenguaje puede encontrarse vulgarmente reconocida como un valor positivo oficial, puesto que se trata de publicitar una reconciliación con el estado de cosas dominante, en el cual toda comunicación es jubilosamente proclamada ausente".
Así pues, la existencia de La Fiera está justificada como una lucha clandestina, apasionante y arriesgada contra el Espectáculo como sistema, como una denuncia frontal a lo que nos venden como producción cultural; aportación contracultural de un pensamiento y de una crítica libres, porque permanecer hoy al margen del mercadeo supone un acto de rebeldía y de construcción de una "reserva espiritual" no sometida a sus leyes.
Siguiendo a Debord como mentor de un aspecto de nuestra filosofía, también estamos convencidos de que "para destruir efectivamente la sociedad del espectáculo son necesarios hombres (y mujeres, añadimos) que pongan en acción una fuerza práctica".
Por eso no nos conformamos con llorar sobre las ruinas de la cultura, sino que luchamos sin descanso por ridiculizar las sombras que nos venden como "lo más plus" en el interior de una caverna en extremo aburrida, ridícula y agobiante por su estrechez de miras, por su evidente traición a los auténticos valores.
No somos moralistas ni predicadores, sino fieras rampantes dispuestas a devorarnos la mercancía que nos echan para vomitarla inmediatamente transformada en putrefacción y ponerla así en evidencia. ¡No pasarán!
NOTA: Todas las citas de este artículo han sido extraídas de las obras de GUY DEBORD : Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (Anagrama. Barcelona, 1999) y "La sociedad del espectáculo (En edición pirata).
(*) Nota publicada en http://www.lafieraliteraria.com